Si la función de los mercados financieros es poner en contacto de la forma más eficientemente posibles unidades de ahorro con las unidades de gasto, es decir, asegurar el correcto funcionamiento de los flujos financieros de la economía, la función de la regulación de los mercados financieros será favorecer dichos flujos. En consecuencia, la regulación del mercado de valores nace con la finalidad de garantizar la eficiencia de los mercados de valores o lo que es lo mismo garantizar el buen funcionamiento de los mercados; teniendo como premisa fundamental que las fuerzas solas del mercado resultan eficientes para alcanzar una asignación deseada de recursos. De esta manera, un mercado de valores eficiente es aquel mercado en el cual existe una adecuada asignación de recursos y formación de precios.
Adicionalmente, se acepta con cierta generalidad; pero no en igual medida en relación a la importancia que se le asigna, que la regulación del mercado de valores tiene como finalidad la protección del inversionista. Al respecto, la forma de protección a los inversionistas puede ser concebida de dos formas:
a) La protección del inversor como forma de reforzar la confianza de los mercados. Esta perspectiva tiene como premisa que la protección del inversionista sólo se justifica porque es bueno para los mercados, es decir, dado que la pérdida de confianza en los mercados se origina básicamente en la percepción de los inversionistas, entonces, con el fin de preservar la confianza en los mercados de valores se protege a los inversionistas. En tal sentido, en caso de conflicto mercado-inversor, siempre el inversionista será sacrificado.
b) La protección del inversor como fin en sí mismo. Desde este punto de vista, tanto el control estatal como la regulación privada o autorregulatoria tienen como fin la protección del inversionista y en un segundo plano la protección del mercado de valores en sí. Con la regulación del mercado de valores se trata de establecer un sistema jurídico capaz de proteger las expectativas de quienes invierten en valores. Estas expectativas giran en torno a la satisfacción de los intereses de liquidez, rentabilidad y seguridad, características que son inherentes a todo acto de inversión. En consecuencia, el inversor de valores se convierte así en el elemento subjetivo central de esa nueva categoría sistemática que atiende a ser el Derecho del Mercado de Valores y, por tanto, el destinatario, directo o indirecto, del régimen de los mercados primarios y secundarios de valores.
Asimismo, la caracterización del inversor en valores como centro del sistema jurídico del mercado de valores debe superar la concepción tradicional, casi decimonónica, fundada en el tratamiento estricto de su posición según el contenido de los derechos que suponen los valores bajo su titularidad, que diferencia entre los inversores en valores representativos de recursos propios (acciones) y los inversores en valores representativos de recursos ajenos (obligaciones y demás valores asimilables). El punto de partida para esta indiferenciación es la naturaleza de un acto de inversión desde una perspectiva jurídica. Desde esta perspectiva el acto de inversión, la entrega de dinero por el tradens/inversor al accipiens/financiado no está relacionada, a su vez, con la recíproca entrega de mercancías ni como remuneración de prestaciones de servicios u obras por parte del segundo al primero, por tanto, dicho desplazamiento no constituye ni el pago de una obligación ni un acto de liberalidad, sino que se enmarca en una categoría de contratos caracterizados porque la causa de las obligaciones derivadas de ellos se centra en torno a la entrega de medios financieros son desplazados por el tradens/inversor en las condiciones contractuales pactadas, quedando excluido, ab initio, el posible ánimo de intervención de éste en la administración de la empresa receptora de los medios financieros.
Si bien lo manifestado en los párrafos anteriores, respecto a la prioridad en la protección de los inversionistas, constituye una posición perfectamente defendible, en nuestra opinión, la protección al mercado en sí y al inversionista debe equipararse, pues normalmente el perjuicio sufrido por un inversionista o por un conjunto de ellos afecta directamente a la eficiencia de los mercados de valores (o su buen funcionamiento) como la protección al inversionista son dos fines en si mismos, debiéndose admitir, en casos muy excepcionales, la prioridad a favor de alguno de ellos, dependiendo de las circunstancias, lo cual siempre, en último término, será discutible desde la óptica de los intereses en juego.